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Mi mamá, una “neni” en 1995

Por Claudia Aguilar

Hace año y medio me quedé sin empleo y decidí abrir un bazar de ropa de segunda mano en Instagram. Tenía idea de dónde y cómo buscar ropa en tianguis y mercados. Desde los cinco años, mi mamá me había enseñado a rascar en las pacas y a ser paciente en la tarea de buscar tesoros. Con esa preparación pensé que tendría todo resuelto. Por supuesto, me equivoqué: después de una falda vendida y meses sin poder ajustar todas las etapas que conlleva vender en línea, cerré el changarro.

Ser bazareña no es un chiste. Ser bazareña implica un esfuerzo enorme. Hay que invertir no solo dinero, sino también tiempo, organización y creatividad. A mí me quedó claro luego de experimentar el proceso completo de un proyecto como este, el cual incluye seleccionar (¡de lo encontrado yo siempre me quería quedar con la mitad!), limpiar, reparar, planchar, tomar fotografías, publicar, coordinar pagos y entregar.

Admiro un chingo a las morras emprendedoras, a las bazareñas, a quienes se autonombran con orgullo “nenis”.  Más, porque crecí con una de ellas.

Mi mamá empezó en 1995 a vender ropa de paca en el mercado de la colonia. Tenía 31 años, era madre de tres chavitos y ama de casa. En ese año, mi papá se había quedado sin trabajo, entonces a Bety se le ocurrió asociarse con su vecina y comadre para poner un puesto de ropa usada o americana.

“Las dos buscamos la manera de no alejarnos de la casa, estar con nuestros hijos y generar una entrada”, me contó.

El negocio surgió de la solidaridad. Ella recuerda que iba seguido al tianguis de Iztapalapa (CDMX). Ahí un señor vendía paca y su ropa le gustaba mucho. Le empezó a comprar, en aquel entonces estaban a 20, 30 pesos y lo más caro era de 50 pesos. Y poco a poco se fueron haciendo amigos.

“En los ratitos que me quedaba platicando con él pude ver cuánta ropa vendía. Llegaba mucha gente a comprarle”, explica. “Un día, en la situación que estábamos mi comadre y yo, fuimos a hablar con él y le preguntamos que cómo le podíamos hacer para comprar las pacas”.

El señor les explicó que todo lo traía de El Paso. Había que hacer un largo viaje y también una fuerte inversión. Pero, ante la petición de generar ingresos de inmediato, él les propuso darles la ropa un poquito más barata de lo la vendía para que pudieran tener una ganancia.

“Al principio sí fue una gran cantidad de ropa la que compramos”, cuenta Bety. “El señor nos abría las pacas en su casa y nos daba la oportunidad de escoger la ropa. Me acuerdo bien de que llevábamos 900 pesos en total, pero no nos alcanzaba. Uno se envicia porque ve todo bonito y todo quiere, entonces, terminábamos como con 1500 pesos”.

Para que se llevaran todo, el señor les propuso prestarles la ropa, solo tenían que ser puntuales con su pago. “Así fue como la estuvimos trabajando. Haz de cuenta, si una prenda costaba 25, él nos la dejaba en 12 pesos. Entonces, sí le ganábamos”.

El negocio duró año y medio.  De un puesto de dos metros cuadrados en el mercado que tenían, pasó a ser uno de seis metros. En este espacio, ellas colgaban entre 40 y 50 piezas diario. Un día trabajaba mi mamá y al otro su comadre. Se turnaban para poder hacer sus otros quehaceres. Así fue su dinámica, hasta que la comadre tuvo que salir (pero esa es otra historia).

Sola, mi mamá siguió con el puesto. No dejó de trabajar en la paca, ni porque mi papá ya había encontrado empleo. A ella le gustaba la idea de tener su propio negocio, pero más le gustaba tener independencia económica. Autoemplearse le dejó una gran lección a mi madre, una que la llevó a transformarse en la mujer autosuficiente que es ahora.

A mediados de 1997, mi mamá tuvo que dejar su puesto. “Me operaron y ya no podía cargar, o empujar, entonces tuve que salirme de ahí”, explica.

Después de 24 años, Bety y yo seguimos usando ropa de paca. Seguimos comprando en mercados, tianguis y bazares en línea. Regresamos a estos espacios en los que alguna vez estuvimos, cada una por razones diferentes, y en los que en tiempos de crisis encontramos una opción para vivir dignamente (y digo, encontramos, porque ¡retomé el bazar!).

Ser bazareña, como bien escribe Mercadito Caligari, “es un trabajo bien digno y potente”. Las mujeres que se dedican a la venta de ropa y otros productos soportan o ayudan a la economía familiar. Es una labor que, quienes la critican, no tienen idea de cuántas personas puede mantener. Tampoco los riesgos que hoy en día implica: trasladarse en metros (hola, ¡acoso policial y de onvres!) ir a esos mercados o lugares a los que pocos quieren ir.

A esto hay que sumarle el no tener prestaciones, seguridad social, remuneración de tiempo u otra seguridad laboral. Por ello, no debe tomarse a la ligera.

Las “nenis” de estos y todos los tiempos ¡son unas chingonas! Apoyen /apoyemos a las nenis locales.

Instagram:@ladamitadelosperros

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